Cuando otro actúa de mal manera,
decimos que tiene mal genio;
pero cuando tú lo ha...ces,
son los nervios.
Cuando otro se apega a sus métodos,
es obstinado; pero cuando tú lo haces,
es firmeza.
Cuando a otro no le gusta tu amigo,
tiene prejuicios;
pero cuando a ti no te gusta su amigo,
sencillamente muestras ser
un buen juez de la naturaleza humana.
Cuando otro hace las cosas con calma,
es una tortuga;
pero cuando tú lo haces despacio
es porque te gusta pensar bien las cosas.
Cuando otro gasta mucho,
es un despilfarro;
pero cuando tú lo haces, eres generoso.
Cuando otro encuentra defectos
en las cosas, es maniático;
pero cuando tú lo haces,
es porque sabes discernir.
Cuando otro tiene buenos modales,
es débil; cuando tú lo haces, eres cortés.
Cuando el otro rompe algo, es torpe;
cuando tú lo haces eres enérgico.
¿Por qué te fijas en la paja que tiene
tu hermano en el ojo y no te fijas
en la viga que tienes en el tuyo?
Veamos las virtudes de los demás,
y dejemos de juzgar, que conforme
a nuestro juicio seremos juzgados…
Desconozco el autor
A las madres de Sión
Bienvenidas a mi Blog ! este es un espacio para que nos edifiquemos y fortalezcamos mutuamente al compartir experiencias espirituales y nuestro testimonio acerca de este evangelio restaurado y verdadero que conocemos. Además, son bienvenidas las ideas y las sugerencias para mejorar nuestras noches de hogar, para enseñar el evangelio a nuestros hijos y todo lo que conlleva ser las "madres de sión" , que por cierto, es una responsabilidad muy muy grande, pero que podemos llevar a cabo si no nos soltamos dela barra de hierro . Así que espero que disfruten de mi blog.
viernes, 26 de agosto de 2011
miércoles, 17 de agosto de 2011
El Cuarto
En ese lugar, entre dormida y despierta, me encontré en el cuarto. No se podía distinguir nada excepto por una pared repleta de pequeñas tarjetas en un archivo. Eran como las tarjetas de las bibliotecas que están divididas por nombres de autor o temas, en orden alfabético. Pero estos archivos que se extendían desde el piso hasta el techo y que parecían sin fin en cualquier otra dirección, tenía muchos y diferentes encabezados.
Al acercarme a la pared con los archivos, el primero en captar mi atención fue uno en el que se leía “personas que me han caído bien”. La abrí y empecé a ver nombres escritos en cada una de ellas. Y sin que nadie me lo dijera, supe exactamente donde estaba.
Este cuarto sin vida con sus pequeños archivos, era un crudo sistema catalogado para mi vida. Aquí estaban escritas las acciones de cada uno de mis momentos, grandes y pequeños, en tal detalle que mi memoria no podía igualar.
Una sensación de maravilla y curiosidad, acompañada de horror vino sobre mí mientras comenzaba a abrir los archivos, explorando sus contenidos. Algunos me trajeron alegrías y dulces memorias; otras un sentimiento de culpa y remordimiento, tanto que vi sobre mi hombro para saber si alguien estaba mirando. Un archivo llamado “Amigos” estaba al lado de uno marcado: “Amigos que he traicionado”.
Los títulos iban desde lo mundano hasta lo justo, “Libros que he leído”, “Mentiras que he dicho”, “Consuelo que he dado”, “Bromas de las que me he reído”. Algunas eran divertidas en su exactitud. “Cosas que he gritado a mis hermanos”. Otras de las que no me podía reír. “Cosas que he hecho en mi enojo”, “Cosas que he murmurado a mis padres”. Nunca dejé de sorprenderme por los contenidos.
A veces había muchas tarjetas de las que esperaba. Otras veces menores de las que anhelaba.
Yo estaba sorprendida por el volumen de la vida que he vivido. ¿Podía ser posible que hubiera tenido el tiempo a mis 20 años de escribir cada una de las miles o quizás millones de tarjetas? Pero cada una estaba escrita con mi letra. Cada una con mi firma en ella.
Cuando fui al archivo marcado “pensamientos lascivos”, sentí un temblor en mi cuerpo. Halé el archivo solo una pulgada, sin deseos de conocer su longitud, y saqué una tarjeta. Me estremecí de su contenido tan detallado. Me dio asco que tal pensamiento haya sido grabado.
Una rabia casi animal vino sobre mí. Un pensamiento dominaba mi mente: ¡Nadie jamás debe ver estas cartas! “Nadie jamás debe ver este cuarto”. ¡Tengo que destruirlo!. En un instante de locura arranqué ese archivo completamente. Su longitud ya no me importaba. Tenía que vaciarlo y quemar las tarjetas. Pero al agarrar el archivo y al comenzar a querer tirar las tarjetas al piso no cayó una sola. Me desesperé y saqué una tarjeta solo para descubrir que al tratar de romperla era tan fuerte como el acero. No podía destruirlo. Derrotada y enteramente sin esperanza, retorné el archivo a su lugar.
Apoyando mi pecho sobre la pared dejé salir un quejido de auto-lastima. Y luego lo vi. El título decía: “Personas con las que he compartido el evangelio”. La agarradera estaba más brillante que todas las que estaban alrededor, más nueva, casi sin usar. Halé el archivo y una cajita de tres pulgadas de largo era su contenido. Podía contar el número de tarjetas con una mano.
Y entonces cayeron las lágrimas. Comencé a quejarme. El dolor comenzó en mi estómago y se apoderó de mí. Caí sobre mis rodillas y lloré. Lloraba de vergüenza, por la bien sabida culpa de estas cosas; las filas de archivos pasaron por mis ojos llenos de lágrimas. “Nadie nunca debe saber de éste cuarto. Debo poner un candado y esconder la llave.”
Mas cuando limpié las lágrimas lo vi. No, por favor, Él no!, No aquí! ¡Oh!, quien sea menos Jesús! Lo miré mientras Él abría los archivos, y leía las tarjetas. No me atrevía a observar su reacción. Y en los momentos en que me atreví a ver su cara, vi un dolor mayor que el mío. Parecía ir a las peores cajas. ¿Porqué tenía que leer cada una?
Finalmente, Él se volvió y me miró desde el otro lado del cuarto. Me miró con lástima y no con enojo. Bajé la cabeza, me cubrí la cara con mis manos y comencé a llorar otra vez. Caminó hacia mí, y puso sus brazos a mi alrededor. Pudiera haber dicho tantas cosas, pero Él no dijo una sola palabra. Simplemente lloró conmigo.
Luego se levantó y regresó a la pared con los archivos. Comenzando a un lado del cuarto, tomó los archivos, uno por uno, y comenzó a firmar su nombre sobre el mío en cada una de las tarjetas.
¡NO! Grité mientras iba hacia Él, lo único que se me ocurría era decir ¡no! ¡no! al tratar de quitarle las tarjetas de sus manos. Su nombre no debería estar en estas tarjetas. Pero ahí estaba escrito en un rojo tan rico, tan oscuro, tan vivo. El nombre de Jesucristo cubrió el mío, estaba escrito con su sangre.
Gentilmente tomó las tarjetas de regreso. Sonrió tristemente y comenzó a firmar las tarjetas. Creo que nunca entenderé como lo hizo tan rápido, pero casi al instante me pareció escuchar que cerró el último archivo y caminó de regreso a mi lado. Él puso su mano en mi hombro y dijo: “Está terminado”.
Me levanté, y Él me sacó del cuarto. No había cerrojo en la puerta. Todavía había tarjetas que escribir!.
miércoles, 10 de agosto de 2011
"El divino don de la gratitud"
"Gordon relata que se crió en una granja en Canadá, donde él y sus hermanos tenían que apresurarse a ir a casa después de la escuela mientas los otros niños jugaban a la pelota e iban a nadar. Sin embargo, su padre tenía la capacidad de ayudarlos a entender que su trabajo era de valor. Eso era especialmente así después de la cosecha, cuando la familia celebraba el día de acción de gracias, ya que ese día, su padre les daba un gran regalo: hacía un inventario de todo lo que tenían.
La mañana del día de acción de gracias, los llevaba al sótano donde tenían toneles de manzanas, cubos de remolacha, zanahorias preservadas en arena, y montañas de sacos de patatas, así como arvejas, maíz, judías, mermeladas, fresas y otras conservas que llenaban los estantes. Les pedía a los niños que contaran todo minuciosamente; después iban al granero y contaban las toneladas de heno que había y las fanegas de grano. Contaban las vacas, los cerdos, las gallinas, los pavos y los patos. El padre les decía que quería ver cuánto era lo que tenían, pero ellos sabían que en realidad lo que quería era que se dieran cuenta, ese día especial, lo mucho que Dios los había bendecido y había compensado todas sus horas de trabajo. Finalmente, cuando se sentaban a disfrutar el festín que su madre había preparado, las bendiciones era algo que sentían.
Sin embargo, Gordon indicó que el día de acción de gracias que recordaba con más agradecimiento era el año en que parecía que no tenían nada por qué estar agradecidos.
El año había empezado bien: tenían heno de sobra, muchas semillas, cuatro crías de cerdos; y su padre había ahorrado un poco de dinero para algún día comprar una trilladora: una máquina maravillosa que la mayoría de los granjeros sueñan tener algún día. Fue también el año en que se instaló la electricidad en el pueblo, aunque no a ellos, porque no tenían dinero para pagarla.
Una noche, cuando la madre de Gordon estaba lavando mucha ropa, el padre se acercó para tomar su turno en la tabla de lavar y le pidió a su esposa que descansara y se pusiera a tejer. Le dijo: “Pasas más tiempo lavando que durmiendo. ¿Crees que debemos darnos por vencidos y tener electricidad? Aunque ella se sentía muy feliz ante esa posibilidad, derramó una o dos lágrimas al pensar que no se comprarían la trilladora.
De modo que ese año se instalaron los cables eléctricos en la calle donde vivían. Aunque no era nada extravagante, compraron una lavadora que funcionaba sola todo el día, y bombillas brillantes que colgaban del techo de cada habitación. No tenían que llenar más lámparas de aceite, no había mechas que cortar ni chimeneas cubiertas de hollín que lavar. Las lámparas fueron a quedar en el desván.
La llegada de la electricidad a su granja fue casi la última cosa buena que les sucedió aquel año. Cuando los cultivos estaban a punto de brotar, empezaron las lluvias y cuando el agua por fin se retiró, no había quedado ninguna planta en ningún lugar. Volvieron a plantar, pero más lluvia volvió a acabar con las cosechas; las patatas se pudrieron en el lodo. Vendieron un par de vacas y todos los cerdos y otro ganado que habían pensado retener, recibiendo precios muy bajos por ellos ya que todas las demás personas habían tenido que hacer lo mismo. Lo único que cosecharon ese año fue un pequeño terreno de nabos que de algún modo no se arruinó con las lluvias. De nuevo llegó el día de acción de gracias. La madre dijo: “Quizás será mejor que lo olvidemos este año; ni siquiera tenemos un ganso”.
Sin embargo, la mañana del día de acción de gracias, el padre de Gordon se apareció con una liebre y le pidió a su esposa que la cocinara. A regañadientes empezó a hacerlo, indicando que tomaría mucho tiempo cocinar ese viejo y duro animal. Cuando por fin lo colocaron en la mesa con algunos de los nabos que habían sobrevivido, los niños se negaron a comer. La madre lloró, y después el padre hizo algo raro: fue al desván, tomó una de las lámparas de aceite, volvió a la mesa y la encendió. Pidió a los niños que apagaran las luces eléctricas. Cuando sólo tenían la luz de la lámpara, casi no podían creer que antes hubiera estado tan oscuro. Se preguntaron cómo habían podido ver algo sin la luz brillante que producía la electricidad.
Se bendijo la comida y todos comieron; al terminar, todos permanecieron sentados en silencio. Gordon escribió:
“En la humilde penumbra de la vieja lámpara fue que volvimos a ver claramente…
“Fue una deliciosa comida; la liebre sabía a pavo y los nabos estaban más sabrosos que nunca…
“Nuestro hogar… a pesar de sus carencias, nos pareció opulento” .
Mis hermanos y hermanas, el expresar gratitud es cortés y honorable; el actuar con gratitud es generoso y noble; pero el vivir siempre con gratitud en el corazón es tocar el cielo.
Citado por el Pdte. Thomas S. Monson en su discurso "El divino don de la gratitud" en la conf, gral del Octubre de 2010
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